PAJONALES PARA ASCENDER A LA CUCHILLA POR EL LADO DE LA TOREADORA
De pronto a las seis de la mañana se
escuchó el ruido de un vehículo, era un bus que venía desde Cuenca con un grupo
de chicas de un colegio de internado de la ciudad, todas ellas procedentes de
la Costa. Nos levantamos automáticamente y nos arreglados al apuro, ya
estábamos dispuestos para recibir a las recién llegadas. Con eso estaba claro:
los compañeros de la aventura habían estado previamente en conocimiento de
aquel paseo. Acudimos enseguida a recibirlas y a prestarnos como guías y
acompañantes. La consigna era: cada uno debía buscar su acompañante para
emprender la caminata hacia la laguna. De nuestra parte hicimos lo indicado y
empezamos a caminar con una de ellas. No fue difícil escoger, todas eran bellas
y había que tomar su mochila, y manos a la obra, ascender, primero hasta el pie
de la cuchilla que queda a la altura de
la laguna Toreadora y luego en “fila india”, lentamente, conversando de tantas
cosas con la mirada en el filo de la montaña.
María (nombre supuesto) resultó ser buena caminante,
y nosotros, con una edad entre 20 y 23 años y condiciones de deportistas,
hicimos la dupla ideal para esa complicada empresa y siempre entre los primeros
del grupo compuesto por unas 20 personas. Llegados a la cima, nos sentamos a
descansar y divisar hacia oriente las lagunas y el paisaje enorme y hacia occidente
la Luspa, no menos maravillosa. De allí la bajada era fácil y todo hermoso con
un sol brillante y motivador. María sacó de su mochila unas naranjas y nos
sentamos a chupar y conversar de muchas cosas. Me sentía feliz. Era un día
espléndido y comenzaba a rondar Cupido,
Luego proseguimos por
un sendero, a ratos trotando y riendo, todo en goce de la máxima armonía
natural. A poco ya nos encontramos en el borde de la laguna. Todo resultó
completamente fácil. Fuimos los primeros seis u ocho en llegar. El plan no
podía ser más perfecto: pescar, preparar alimentos, servirnos alimentos juntos,
hacer una fogata por la noche, en fin. A poco llegaron los amigos y el resto de
excursionistas pero también nuestro guía con las manos vacías. ¿Qué había
sucedido? La acémila que transportaba nuestras cosas se había empantanado y el
hombre nos pedía que le acompañáramos para rescatar al animal y los equipajes,
“allá arribita nomás”. La despedida de María fue rápida, pero recuerdo que hubo
una expresión de pesimismo y preocupación en ella, y no quedaba más, le ofrecí
apurarme y volver en no más de una hora. Jamás sucedió de esa forma.
Queriendo resolver el asunto lo más pronto
posible -pero confieso, con una buena dosis de ingenuidad- tomé la delantera
mientras mis compañeros venían lentamente y de mala gana, conversando y sin
apuro alguno. Al comienzo yo les llamaba a unos cien metros de distancia para que
se apuren, luego les silbaba y me respondían, pero después solo escuchaba el
eco. De pronto comenzó a bajar la neblina, gritaba pero ya nadie me respondía.
Sin embargo no perdía la serenidad y continuaba caminando…hasta que perdí la
ruta, la espesa neblina no me permitía ver casi nada. Estaba extraviado por
completo.
Vestía apenas un bluejean, una casaca de
nylon, llevaba unos pocos cigarrillos “King”, una caja de fósforos y unos diez
sucres. Mi reloj marcaba las once de la mañana. Quise volver a la laguna pero
no encontraba el camino, quise ascender hacia el filo de la montaña, tampoco
podía. Recordaba un incidente de unos meses atrás cuando un joven se extravío
por esos mismos lugares y lo encontraron muerto tres días después, se había
roto un tobillo y eso le costó la vida. Vino a mi mente que alguien dijo que en
esos casos no se debe perder la serenidad, no hay que dejar de caminar, y en
caso de llegar la noche no queda más que buscar un refugio pero jamás dormir,
porque eso resulta fatal. Mi reloj “Invicta” marcaba las cinco de la tarde. Me
quedaba poco tiempo. Me acordé de Dios, como nunca, lo había olvidado años
atrás. Si oscurecía era hombre muerto y no se sabe en qué condiciones. Ya eran
las seis de la tarde, el tiempo comenzó a correr rápido. Se venía la noche de
forma acelerada y la neblina continuaba. De pronto, no sé por qué pero asomaron
las cascaritas de naranja en el camino. Creo que un Ser Superior lo había planeado.
Esas huellas me salvaron. Me aferré al camino como pude y me di cuenta de que
estaba próximo a la cuchilla, a donde llegué gateando, desesperado. Del filo
divisé una luz lejana, era la casa de don Lizardo.
Comenzó mi etapa de salvación. Iré hacia
esa luz como sea, me dije. Pero no fue nada fácil: cañadas, oscuridad, trampas,
ganado suelto, subidas y bajadas que a veces me impedían ver la luz, y así,
despedazado, con las manos sangrantes, los codos, las rodillas, los zapatos
rotos, llegué. Los perros ladraban en la entrada de la posada, me querían
atacar pero salió don Lizardo y dijo no creer lo que veía. Me ofreció un jarro
de café caliente y un pan. Ha vuelto a nacer, me dijo. Aquí el que se pierde se muere. Es un milagro, exclamó.
Jovencito, ha llegado un jeep y el dueño está en mi casa y ya mismo se va a
Sayausí, debe regresar a Cuenca. Así lo hice y después todo quedó atrás, nadie
se enteró, nadie me buscó, a nadie hice falta. Eso no importaba, lo que sí, desde
entonces, todavía no comprendo por qué sucedió. ¿Hubo un propósito detrás de
todo esto? Las cosas en la vida y en el mundo no suceden porque sí. Ya son
muchos años y hoy flota en nuestro pensamiento la duda e incredulidad de ese
milagro. Aquel día ¿qué iba a suceder? ¿Qué ha sucedido desde entonces? ¿Cómo
debemos entenderlo?
César Pinos Espinoza
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